I
Suena el
timbre del teléfono, se pone en marcha el lavaplatos y la luz del dormitorio me
deslumbra y me aturde. Son las seis de la mañana. Todo está programado para que
me despierte completamente, sin remisión. Anoche me entretuve más de la cuenta
redactando unos informes. Me encuentro cansado pero no me importa: estoy con
Pit.
Él siempre parece
dispuesto a acompañarme. Cualquiera que sea la hora, la circunstancia o el
lugar. Lo extraigo con cuidado del paquete, no quiero romperlo ni
desperdiciarlo pues siento un profundo respeto hacia su persona.
Pit y yo confiamos el uno
en el otro. No tengo intención de traicionarle nunca. Es más, en caso necesario
y sin dudarlo, daría mi vida por él.
Aspiro intensamente su perfume mientras remoloneo entre
las sábanas. Exhalo un bocanada perezosa y me deleito con la idea de no tener
que levantarme hasta las nueve.
Mientras tanto, me recreo en las sensaciones que me
produce Pit.
II
La muchacha apenas respira. Entre el camarero, Blas y yo,
la hemos tumbado con gran esfuerzo en el asiento de atrás de mi coche. Echo, de
vez en cuando, una ojeada. Me siento inquieto: sus mejillas están muy pálidas,
tiene los labios amoratados y ni siquiera parece darse cuenta de que su cuerpo
rebota violentamente a causa de los frenazos y los baches. No estoy muy seguro
de que el incidente vaya a acabar bien. Necesito poner fin cuanto antes a este
viaje infernal.
En la sala de espera consigo tranquilizarme. Después de
hora y media de pasear arriba y abajo, fumar medio paquete, echar incluso una
cabezadita, sale un médico calvo que me mira de arriba abajo antes de
introducirme en un despacho e indicarme que me siente.
-¿Ha visto usted lo que le ha
ocurrido a la chica?
-Pues... No puedo decir gran
cosa. Charlaba con un amigo en una
cafetería. Junto a nuestra mesa había un gran tiesto conteniendo un fícus
de metro y medio.
-¿Y?
-Al otro lado de las ramas, en
la mesa contigua, ella tomaba té y
practicaba problemas de matemáticas.
Su libro y su cuaderno, incluso el lápiz mordido por
detrás, permanecen
todavía en mi guantera. “¡Que no se muera!” imploro a los dioses. “¡Ojalá
puedan salvarla! ¡Es todavía tan joven!”
-¿La conocía?
-No, en absoluto. En su bolso
no hemos encontrado más que el carné
de la universidad con el nombre, la dirección y un número de teléfono. Mi
amigo debe de haber hablado ya con la familia. Dígame, doctor. ¿Qué tiene?
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Safet Zec - Hombre llorando |
- Su oxígeno en sangre es muy
bajo. De momento, le hemos aplicado
unos aerosoles que harán que sus bronquios se abran y puedan recibir el
aire. También le hemos inyectado un
antihistamínico. Pero aún está en coma. No se haga muchas ilusiones, aunque sea
una guapa chica y merezca vivir.
-Pero esto es de locos. ¿Puedo
saber a qué es debido?
-Probablemente padece de asma
severo con tendencia a la asfixia.
¿Sabe usted si cerca de ella han vaporizado el ambiente con algún producto
químico o han levantado polvo. Alguien estaba fumando por allí?
Me quedo lívido pero no digo nada. Blas y yo echábamos
unos cigarros.
(Estábamos en compañía de Pit).
III
Ha muerto. Ha muerto. No puedo perdonármelo. Su padre
aullaba como
un leopardo en celo, su madre ha perdido el conocimiento. No tenía más que
diecinueve años.
Son las tres de la mañana. Estoy acostado pero esta noche
no dormiré.
El rostro azulado de la estudiante, sus labios blanquecinos, su respiración
convulsa, van a acompañarme en esta velada y durante el resto de mi vida.
Me fijo en el paquete que descansa silenciosamente sobre
la mesilla de
noche.
-Pit. Fuiste tú ¿verdad? ¿Es
que no respetas nada? Esto ha sido
demasiado. Reniego de ti y de tu amistad. Desde este momento, lo quieras o
no, vas a apartarte de mi.
Me levanto. Coloco una zapatilla en un pie, luego la
otra. Me echo la
chaqueta del pijama sobre los hombros.
Abro el cubo de la basura. Entre espinas de pescado,
restos de
espaguetis y hojas lacias de espinacas, lo hago desaparecer.
-¡Adiós, Pit! ¡Hasta nunca! ¡Púdrete en el infierno!
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