O de cómo los charlatanes pretenden aprovecharse del paciente.
Si quieren curar tu asma con milagros, espántalos o huye.
Hace mucho que no hablo de mi amigo Paco
Tella, cuya vida hemos ido conociendo a través de la serie de 26 relatos (incluido este) que encontrareis
dispersos por el blog. Paco es un tipo simpático, antiguo boxeador, que estuvo
casado con mi amiga Cris hasta hace poco. De los tres, ella es la única que no
se ha movido de nuestro antiguo barrio. Aunque no nos hayamos visto en años, hemos
sido capaces de mantener viva la llama, a pesar de los kilómetros que nos
separan y de la infinidad de peripecias que hemos vivido últimamente. Es cierto
que las nuevas tecnologías han colaborado muchísimo, pero no lo es menos que
ambas hemos puesto toda la carne en el asador para que esto ocurra a base de no
escatimar confidencias, intercambiar fotografías y todo lo habido y por haber.
Con su ex sucede al contrario, no hablamos jamás, pero de vez en cuando tiene
que acudir a la zona donde vivo –por motivos que solo él conoce– y aprovecha
para hacerme una visita.
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Santiago Rusiñol - Café des Incohérents (1889-1890) |
Hace una semana el Pacotilla –que es su nombre de guerra–
me invitó a tomar un batido en la cafetería más cool de mi barrio, un sitio especializado también en tapas y
cócteles, que tiene un don especial para descubrir sabores y texturas fuera de
lo común.
Es un hecho
inevitable: los camareros te ven llegar, sacan la bayeta amarilla empapada en lo-que-quiera-que-sea y se ponen a
restregar meticulosamente la brillantísima zona de la barra en la que has
decidido acodarte. Paco, que ya está más que habituado, dio un respingo y se
colocó en la barra contigua, seguido (trapo en ristre) por un solícito barman que
no estaba dispuesto a dejar escapar ni la pálida sombra de un germen. Nada
nuevo bajo el sol: un segundo salto, esta vez acompañado de amables explicaciones
por parte de mi amigo y asunto resuelto.
Pero no habíamos
reparado en el paisano que bebía té a nuestra izquierda. En cuanto se volvió,
muy solícitamente, y se disculpó por intervenir, supimos lo que nos esperaba.
Hasta yo lo sabía, imagínense Paco que –tal como cuento en anteriores historietas– tiene un máster en esta clase de embrollos.
No voy a aburrirles
con las sarta de tonterías que salieron de su boca, eso sí, todas con buenísima
intención y, por supuesto, desinteresadamente. “Yo no saco nada con esto, pero conozco al propietario de una tienda
naturista que tiene un don especial para estas cosas y estoy seguro de que le
va a ayudar mucho, solo hace falta tener fe y blablablá y etcétera, etcétera”.
Me sorprendió la
contundencia de Paco, se ve que esto le pasa casi todos los días. Estuvo
cordial, educado, correcto, pero no dejó que el otro le ganase terreno ni un
segundo. “Mire usted, a mí me pasa esto y
esto, llevo tanto tiempo así, lo contraje a causa del tabaco, me estoy tratando
de esta y esta forma, estoy en manos de neumólogos que son los especialistas en
el tema” Por último, como contrapeso de tanta contumacia: “soy una persona cultivada y no creo en
monsergas de ninguna clase, aunque, eso sí, le agradezco infinito su interés.”
A todo esto, el
pelotón de camareros en pleno no se apartaba de esa zona, atentos a nuestras
palabras (de las de ellos, ya que no me correspondía a mí abrir la boca) y prestos
a intervenir si fuese necesario.
No lo fue. En cierto
momento –tras quince larguísimos minutos– al fulano le quedó meridianamente
claro que el Pacotilla sabía bien de
lo que hablaba y no se iba a dejar intimidar, a pesar de los testigos, por lo
que a primera vista podía parecer lo políticamente correcto, a saber, hacer una
declaración de intenciones más o menos como esta: “¡Muchas gracias por su ayuda! voy a tomar nota, ¡qué suerte he tenido de
conocerle a usted! No sabía que necesitase un charlatán que me sacase los
dineros y me hiciese perder el tiempo, pero ahora que lo sé no perderé un instante,
acudiré al local que me indica y seguiré fielmente los mandatos de su amigo el
gurú”.
Imaginen la sorpresa
(y decepción) del patoso al comprobar que Paco no decía nada de eso, todo lo
que hizo fue abrumarle con su incontestable lógica. Una lógica que fue mano de
santo: en cuanto hubo agotado todo su arsenal de argumentos, dio media vuelta y
se fue.
Para alivio de los
camareros, que por fin pudieron dispersarse, y para nuestro propio deleite, consistente
en algo tan sencillo como que nos fuera permitido charlar a nuestro aire
mientras degustábamos el delicioso batido de la casa.
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